Mi vida tiene contrastes. Los colores por ejemplo. En Oslo la noche dura 18 horas. En la Quebrada de Humahuaca es distinto. El sol parece estar fijado en el cielo. Ilumina los tejidos de lana de las vendedoras en la plaza. También el cerro de los siete colores. A veces extraño levantarme a la mañana y verlo. Tengo que admitir que a pesar de la oscuridad, Oslo tiene lo suyo. La aurora en el cielo es impactante. Hay noches en las que se forman colores que no sabía que existían. Los ojos. En los países nórdicos el 80% son azules. En Purmamarca los únicos ojos claros que circulan son los de los turistas que nos visitan. Me acuerdo la primera vez que vi unos ojos verdes. Era chico, jugaba a la pelota en la vereda y una mujer extranjera con su hija de la mano se me acercó. Me pidió sacarse una foto conmigo. Supongo que para ella mi pelo negro y piel paspada resultaban exóticos. Creo que además llevaba mi gorro alpino, con los dos pompones colgando a los costados. Me acuerdo del olor que sentí cuando acercó a su hija para la foto. A rosas. Entró por mi nariz y se instaló en mi memoria. Nunca más volví a sentirlo. Me acuerdo de muchas cosas, pero una en particular fue la que cambió mi vida, y es la razón por la cual me siento todos los días en este tranvía que recorre la ciudad. Ella. A mis ocho años conocí a mi primer amor y tuve la certeza absoluta de que en cuanto mi realidad lo permitiera, iría a buscarla. Vuelvo a la foto. Su mamá se ríe, revisa su cámara, sigue tomando imágenes de mi pueblo. Ella me mira. Tiene un vestido blanco. También un moño en su pelo rubio. Para mí es como una cascada de oro. Me sonríe. Sus ojos son verdes como los de su mamá, pero ella tiene una línea marrón que atraviesa su iris. La imprimo en mi cabeza. La marco a fuego en mi cerebro. Se da cuenta de que la estoy mirando. Se acerca. Me regala un beso y una postal. La amo en ese preciso instante, y en todos los instantes posteriores de mi vida. A partir de ese momento me dedico a trabajar. A pesar de llevar una vida de niño, en mi interior ya no lo soy, soy un hombre enamorado. Crezco, estudio, trabajo. Junto la plata necesaria para el pasaje. Consigo el permiso de residencia gracias a otro argentino que me contrata para trabajar en su bar. La camaradería argentina es algo que también extraño. Llevo la postal en mi bolsillo. Creo que ella también quería que la buscara. En el frente la imagen de un fiordo, atrás un corazón dibujado con crayones. Me ubico en el último asiento del tranvía. Llevo dos años buscándola. Todos los días me levanto feliz, completo. Entiendo que es solo una cuestión de tiempo. No tengo dudas de que la voy a encontrar. No sé de dónde viene la certeza. Hay cosas difíciles de explicar. Estamos destinados a encontrarnos. Estoy seguro que ya lo hicimos en otras vidas.
Una noche decido bajarme del tranvía antes de que termine su recorrido. Hace frío. Cierro los ojos y veo la quebrada, los abro y veo el fiordo. Mi vida es una de contrastes. Camino por la rambla mientras miro las olas moverse. Hay alguien al final de uno de los muelles. Empiezo a sentir el perfume a rosas. Por todas partes. Acelero mi paso. Los tablones de madera vibran con mis pisadas. Ella se da vuelta. Ahí están sus ojos. Sonríe. Yo también lo hago.
–Te estaba esperando–me dice.
Habla español. Lo hace con una claridad absoluta. Lo empezó a estudiar después de su viaje por Sudamérica, pensando en un día como hoy, en el que después de treinta años, yo venga a buscarla