Escombros
Esta es mi versión de la historia. Cinta uno. Mi nombre es Jade, o por lo menos eso me dijeron. Conocí la gramática que me definió a los quince años. Fue en un bosque de árboles altos y ramas caídas. Mi denominación trajo además otros beneficios. Suelas por ejemplo. Hasta entonces caminaba descalza. Luz. Todavía me acuerdo del dolor en los párpados durante los días de sol. Acostumbrarme a ver matices fue un desafío, también una provocación. ¿Cómo podía volver a lo oscuro, donde solo se distinguían contornos y sombras? Pienso en eso mientras raspo con una de mis uñas la pared de adoquines que me contiene. Pasaron años desde que obtuve mi nombre y todavía no me acostumbro. ¿Cuántas personas se pueden ser en una vida? ¿Cuántos son los caminos posibles? Tal vez no haya caminos, tal vez estemos en un círculo donde dos direcciones opuestas nos lleven al mismo lugar. En este caso ya no importa. Estoy en el lugar que tengo que estar y contándote mi historia con un propósito. ¿Estás ahí? ¿Me estás escuchando?
Lo primero que tengo para decir de mí misma es que nací en 1940, según lo escrito con letras de caligrafía y tinta azul en el Libro de Registros. Lo sé porque una noche de invierno me levanté a escondidas y entré a la Oficina de Inventarios mientras todas dormían. Lo hice con el propósito de encontrar respuestas, y lo leí. No estoy segura de la edad exacta que tenía, pero fue la suficiente para entender que no había nada que yo pudiera hacer. Miré el Libro y entendí que la fecha se refería a mí por la coincidencia entre las marcas. Tres cruces, dos puntos: 1940, Hospital de Niños Expósitos. Las mismas cicatrices en mi brazo que las escritas con caligrafía. Así se referían a mí en ese lugar perdido de la Patagonia. Traté de recordar el momento exacto en el que fui marcada pero no pude.
Tampoco recordé cuándo me habían sacado del hospital, ni del viaje hacia el sur. Sin embargo, supe que si me habían estampado a fuego debía haber una razón válida para alguien. No quise que ese alguien me encontrara revisando libros en el lugar prohibido, por lo que hice el camino inverso a mi incursión y me acosté sobre mi manta asignada.
Lo segundo para decir es que, si tuviera que buscar un comienzo, pensaría en la Casa de las Sombras. Siempre fue la Casa. Mis primeros recuerdos son rotundos. Los revivo como si estuvieran pasando ahora, como si la vida que existió en el medio no hubiera pasado. Los revivo y te los cuento: la Casa. Escucho un sonido. No puedo ver nada, me muevo en completa oscuridad. Uso mis manos para corroborar que existo. Las apoyo sobre mi cara. Ahí estoy, con mis pocos años y los ojos bien abiertos intentando distinguir alguna figura. Muchas veces me imagino convirtiéndome en animal, con garras brotando de mis nudillos. De haber podido me hubiera convertido en osa y las hubiese embestido. Me pregunto qué habrían pensado. Las imagino escapando en pánico con sus caras vendadas.
Agradezco haber nacido con imaginación. En la Casa era todo lo que tenía. Pero en ese entonces todavía no era una osa y no era la primera vez que escuchaba ese ruido. Por eso me tapé los ojos como si de alguna forma me protegiera. Mis dedos se apoyaron en mi frente. Pude sentir la inocencia en mi piel. Tenía la textura propia de quien todavía no entendía de la ambición humana.
Hay una cosa que tengo que aclarar para que me entiendas, para que puedas ponerte en mi lugar: durante ese tiempo rebosaba ingenuidad. A veces la extraño. La ingenuidad puede ser una salvación, dependiendo del caso. En el mío, perdida en ese límite inexacto entre ausencia de malicia y falta de experiencia, escuché otro ruido. Me agaché en cuclillas en un acto reflejo. Otras veces me quedé parada, incluso intenté hacer algo, pero aprendí la lección. Taparse la cara, hacerse invisible y no hablar. Tres reglas simples. Era el instinto de supervivencia activado. Me gustaría mostrarte el movimiento de cuclillas para que puedas verlo, para que nunca jamás tengas que hacerlo. Por eso te cuento mi versión. Para que entiendas las razones por las cuales hice lo que hice. Mientras hablo me imagino tus ojos, escuchando atenta. Necesito contarlo todo. Hay historias difíciles de comprender y esta es una de esas. Por eso me detengo en los detalles. Hay veces en las que en los fragmentos están las explicaciones de la suma. Mi vida es un conjunto de fragmentos. La tuya, espero, la suma. Quiero explicar y quiero que entiendas. Quiero ser otra persona a través de tus ojos, una que construyas a partir de mi historia.
La Casa. Existían reglas, los llamábamos códigos. En el fondo tenía suerte. Mi memoria era buena. Por eso aprendía con facilidad. Código primero: los huesos no se rompen solos, a no ser que la persona sea mala y se lo merezca. En ese caso las puertas hacían su trabajo. Las puertas eran justicieras, damas firmes y correctas, dueñas de una sensatez incuestionable, capaces de impartir rectitud donde no la había. Sagradas las puertas, no sé qué hubiéramos hecho sin ellas. Sagradas, también las ventanas. Venerábamos su contundencia. Todas lo hacíamos. No había manera más apropiada de corregir un desvío que con el filo de una ventana. Envidiaba su seguridad. Admiraba la elegancia con la que bajaban para impartir justicia. Si cierro los ojos, incluso hoy puedo escuchar su sonido deslizándose por los rieles. Puedo sentir el golpe seco de los huesos partiéndose. Puedo vibrar junto con el grito que me advierte que esta vez no son solo huesos. Hago una pausa para hacerte una aclaración. No creas que soy insensible, que desconozco la crudeza con la que te estoy hablando. Entiendo que no son cosas fáciles de escuchar, para eso uso estos detalles, para transmitirte con la mayor transparencia posible como fueron las cosas. Es mi manera de decirte que las ventanas para nosotras eran poderosas. Es mi manera de explicarte. Existían veces en las que hacía tanto esfuerzo por no escuchar, por desaparecer, escapar de la realidad que estaba viviendo que algunos recuerdos se vuelven difusos. Como el de la ventana de hoz. ¿Estaba despierta? ¿Estaba dormida?
Soñar podía resultar confuso, sobre todo en la Casa. Pienso que la razón era la falta de luz o el silencio. Una nunca sabía si era de día o de noche, a no ser que le tocara un correctivo del ventanal. Solo con algo de suerte se podían ver los rayos de sol entrando por los postigos. Ser moralizada tenía sus momentos buenos, sobre todo si el calor del día tocaba la piel. Porque ese era otro de los factores que nos adormecían. El frío. Todas coincidíamos en que el sótano era el lugar más gélido de la Casa. No lo decíamos con palabras. Código segundo: en la Casa no se habla. Pero hay cosas que se perciben incluso sin letras ni señas. Hay cosas que se transmiten por otros canales, como el de los pensamientos. Yo puedo oírlos. En la Casa escuchaba los míos y los de las Sombras. Solo con un silencio sepulcral una puede entrenar la mente para eso. ¿Me entendés? ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Es difícil transmitirte todo lo que siento en tan poco tiempo. Espero en este preciso instante estar comunicándome con vos no solo por el canal auditivo. Espero que me percibas con tus otros sentidos. Porque no son los oídos solos los que escuchan, sino también el cerebro o el corazón, dependiendo de lo que la otra persona esté dispuesta a escuchar. En el caso de la Casa, creo que todas pensábamos lo mismo: que el problema no estaba en el sótano, sino en las escaleras. Por lo menos es lo que yo creía. Una nunca podía estar segura de lo que pensaban las Sombras. Ellas también mentían, eso tenés que saberlo. Por eso en la Casa lo mejor era guiarse por la intuición.
Vuelvo a las escaleras. Bajo un pie, después el otro. Me voy a ese momento exacto. Te lo cuento como si estuviera ahí. La Casa no permitía zapatos, estaban contra las reglas, por eso estaba descalza. Los escalones tenían vidrios rotos. Había que llegar abajo para completar la purga. Código tercero: la maldad sale por los pies, todo el mundo sabe eso. Con cada paso una se iba limpiando. Eran exactamente trece escalones. Cuando finalmente se llegaba al sótano, no quedaba otra opción más que desplazarse de rodillas. Solo se podía volver a la Casa cuando la piel hubiera cicatrizado. Sólo entonces una estaba limpia. El sótano también tenía su momento bueno. Para volver a la Casa había que hacerlo por el frente. Hubiera sido tonto atravesar las escaleras otra vez. Entonces, se abría el portón que salía al jardín, se sentía el pasto en los pies ya curados, se absorbía la mayor cantidad de sol posible y se entraba a la Casa por el frente. Era como un nacimiento. Una nueva oportunidad.
La ventana de hoz. ¿Me estás siguiendo? Intento contarte las cosas de manera ordenada, pero tengo que reconocerte que me cuesta. No quiero atolondrarme. No quiero dejar ningún acontecimiento sin contar. Debe ser la ansiedad que me genera imaginarte escuchando, o el miedo a no expresarme bien, a no transmitirte las cosas como fueron ¿me entendés? Por eso quiero circunscribirme a los hechos concretos, quiero darte todas las piezas. Quiero que entiendas lo que sentía. No era la primera vez que escuchaba ese ruido. Pero de alguna forma había aprendido a no decir nada. Cuando la ventana corría por los rieles pensaba en la Sombra que estaba siendo corregida. Pensaba en si alguna vez iba a poder salir, en si yo iba a poder salir. No lograba tener noción del tiempo. La Casa tenía ese efecto. Detrás de sus paredes las leyes de la física no aplicaban. No había tiempo ni espacio. Solo agujeros negros. ¿Hacía cuánto tiempo que estaba ahí? ¿Podían ser siglos? Había veces en las que no solo deseaba desaparecer, sino estar muerta, y así de una vez por todas entender que la casa en efecto, era el infierno.
Pero en ese entonces mi voluntad era inexistente y por más de que no quisiera, mi cuerpo seguía respirando. En algún lado leí que siempre hay esperanza mientras el aire entre por los pulmones. Eso es algo que quiero que sepas: cuando pienses que todo está perdido inhala y exhala. En la Casa era lo único que tenía que hacer para mantenerme con vida. La Casa estaba maldita: no lo digo en sentido figurado, sino literal. Si tuviera que contarte lo más brutal ahí vivido, no señalaría lo que pasaba, sino lo que no pasaba. Sin lugar a dudas, eso fue lo peor, incluso más que las correcciones. Es llamativo como una no necesita lo que no conoce, pero de todas formas percibe la falta. Espero que mi versión te sirva para entender esa percepción. Lo nuestro es un para siempre por privación. Es la ausencia la que en todo momento nos va a unir. La falta. Se va gestando un vacío, un agujero que se traga todo. La apatía le gana a la ilusión y, en mi versión, una se convierte para siempre en Sombra. El proceso es irreversible. Una vez que el daño está hecho, no hay vuelta atrás.
Sigo. En la Casa las únicas necesidades cubiertas eran las básicas: comida y agua. Por comida me refiero a pan y algo parecido al engrudo, y con agua, a ese líquido marrón que salía de las canillas. Por un lado estoy agradecida. Una infancia de privaciones ayuda a valorar las cosas. No es una lección que quiero que aprendas, pero es cierta. Cuando una siente dolor físico, aprende, todas sabemos eso: código cuarto. Por esa razón entrábamos en el agujero. Nadie tenía que decirnos cuándo hacerlo. Nosotras solas nos dábamos cuenta. Entrabamos rápido, apenas cometíamos la falta, antes de que llegaran las Miradas. Ellas eran capaces de transformar el malestar en tortura. Nadie quería a las Miradas. Recuerdo la secuencia: mastico el engrudo, aunque no hay mucho para masticar. Tengo una cuchara, comemos todas de la cacerola, no hay platos, tengo frío, tiemblo. Entonces mi mano se sacude, vuelco un poco al piso, me quedo quieta, no quiero alertar a las Miradas, me levanto, voy al agujero, me imparto el castigo, entro en el hueco, doblo mis piernas para caber, por eso me duelen. Por favor nunca te dobles para entrar. En mi versión no queda alternativa. Para las más altas era más difícil, el lugar era reducido. Por la cantidad de comida desperdiciada supongo que deberían ser dos días para que las Miradas estuvieran satisfechas. En el agujero no se piensa, se alecciona: código quinto. Pero yo no logro hacerlo, no se lo digo a nadie, tampoco podría, salvo que hablara con el pensamiento o con el corazón, en cualquier caso debía existir alguien con ganas de escucharme, lo cual no era posible, no dentro de la Casa. Aprender lecciones era mucho más importante que pensar, o eso creíamos, en cualquier caso no podíamos despejar la duda. Las preguntas están prohibidas: código sexto. Los juegos, también. Una vez jugué con alguien. El resultado no fue bueno. El problema estaba en la distracción, en el entretenimiento. Teníamos que hacer nuestro mayor esfuerzo para ser corregidas, de lo contrario terminaríamos en el fondo del mar, como escombros. Nadie quería hundirse, aunque a mí no me asustaba. El mar me atrae, aunque nunca lo haya visto. Espero que tu realidad sea otra. Quiero ver el mar. Que la vida me perdone todas las veces en las que no la viví. No tengo otro camino más que este que recorro. De a poco me voy transformando. Voy sintiendo el cambio. Me crece el pelaje, las garras también. Es el mecanismo de adaptación. Son millones de años de evolución comprimidos en segundos. Me convierto en loba o en osa, o en lo que yo quiera ser. Me gustaría también que tuvieras ese poder. Me gusta pensar en los osos. No le temen a la soledad, sino a la gente y a su incómodo bullicio. Si todos fuéramos un metro más adentro, las cosas cambiarían. El poder de la mente es inmenso. Eso tenés que saberlo. Solo pienso en mi próximo paso. Tengo un propósito. Uno incluso más grande que el de muchas vidas. Respirar no tiene sentido si no se existe. Pero yo existo. Mi nombre es Jade, por lo menos eso es lo que me dijeron. Cada una puede elegir qué creer. Soy como el viento que cambia de direcciones. Pierdo la forma. Ya no soy una osa, soy un gigantesco espacio. Tu espacio.